Walter Romero: de la costa del río a los discos de oro y platino, por Miguel Evaristi Franco


 

“¡Walter…vení acá que está frío, juna y gran siete!”…

Como era habitual, el pibe de ojos claros, mirada desafiante y sonrisa pícara hizo caso omiso a la exhortación de su madre: doña Coca. Con la vitalidad y ligereza de un niño de seis años, raudamente se escabullo y se subió al carro tirado por un tobiano zaino desgarbado. Desde la costanera del río Cuarto, en la vera norte del cauce, partían hacia el “centro” los integrantes de la familia de Deolinda, su vecina. Eran las ocho menos veinte y la tarde de mayo ya comenzaba a perder la batalla ante una noche fresca. Había que llegar apenas pasadas las ocho porque a esa hora cerraba el comercio y se encontraba el mayor caudal de cartón, ese bien preciado por las familias que cirujeaban para “parar la olla” de cada día. La hiperinflación de las postrimerías del gobierno de Raúl Alfonsín no daba tregua a las familias más desfavorecidas.

Entre Deolinda, sus hermanos y sus padres, andaba de aventuras Walter: el pibe al que nunca se le desdibujaba la expresión de felicidad. Incluso cuando se perdía por las largas horas en las costas del río, y una furiosa “Coca” lo encontraba subido a la parte alta de la copa de un sauce llorón tirando piedritas a los transeúntes que paseaban a la vera del río amarronado. El acelerado palpitar del corazoncito de un nene de seis años evidenciaba la dimensión de la travesura y sus posibles consecuencias.  Lustros después, esa cadencia aligerada de los latidos encendía las alarmas de una problemática de salud mental que no tuvo contemplación con Walter Romero: el recordado cantante popular de Banda XXI que puso fin a su vida una noche de otoño de 2017. 

Cuando niño, su vida fue una aventura, como en los cuentos de Horacio Quiroga en la selva misionera. Incluso cuando debían realizar las peripecias junto con sus hermanos Adriana, Pony y Francisco, en los márgenes de una sociedad desigual, para poder cumplir con el derecho más esencial: acceder a un plato de comida. Quizá por las huellas de ese pasado, Walter Romero, ya establecido en un sitial de fama y bonanza económica, cada vez que volvía al “barrio” contribuía a que los pibes de hoy no padezcan lo que él ayer. “Él no tenía drama, nunca. Incluso en su mejor momento. Cantaba en la plaza del barrio: era único. Nunca se olvidó de su origen. Cada vez que venía y les pagaba las cervezas a los muchachos, compraba sanguches a los pibes, nunca se olvidó de los pobres, ni del barrio”, recuerda Deolinda, amiga de la familia. “A él se acercaban para pedirle una rodaja de pan y él les compraba un kilo. Era un tipo muy generoso”, refuerza Etelvina, integrante del primer club de fans creado por la hermana de Walter: Adriana.

Nació en Luján de Cuyo, Mendoza, pero a los tres meses su familia se trasladó a Río Cuarto. La humilde vivienda de Avenida Argentina, entre San Luis y Santa Fe, albergó los sueños de una familia de laburantes de la “costa del río”, latiguillo peyorativo que utilizaban las clases acomodadas para estigmatizar al “pobrerío” de ese sector. Allí, la realidad de las familias se acotaba a la subsistencia cotidiana en un mundo hostil. Las esperanzas de trascendencia se remontaban a esos sueños extraídos de ciencia ficción. O a esos milagros como los que vio gestar Villa Fiorito con un tal Diego Armando Maradona. “Acá en el barrio anhelábamos tener un buen trabajo para dejar de sufrir para darle de comer a nuestros hijos…esa era la situación de las mayorías”, reconoce Humberto, vecino del barrio cuya casa estaba a apenas metros del colegio República Uruguay. En esa escuela, Walter Romero transitó gran parte de la educación formal. En la desfachatez y entusiasmo esgrimida en cada acto escolar, aparecían destellos del artista que con el tiempo conquistó el mundo del cuarteto. Coca solía recibir las quejas de las maestras de grado que advertían que Walter no hacía la tarea porque “se la pasaba cantando”. Cuando adquirió los conocimientos básicos, hizo de la guitarra una compañera de andanzas y acompañó la tradición familiar de sobremesas extensas nutridas de un repertorio variado de folclore y música popular. “Si pudiese volver el tiempo atrás, estudiaría guitarra…siempre toqué de oído”, decía Romero.

Sus dotes de gran bailarín asomaban desde temprana edad, en el diminuto escenario el Club Juan Bautista Alberdi, en las fiestas del barrio. Al fragor de la moda, “Romerito” emulaba a Michael Jackson para el asombro de aquellos no lo conocían. “Él quería estar en un escenario. Era feliz cantando en las guitarreadas o bailando donde sea y lo que sea”, asegura su amigo de siempre: Carlos, “el negro Camel”.

Para las juventudes de las periferias marginales de Río Cuarto llegar al centro de la ciudad y habitar sus lugares icónicos era toda una odisea. Pero los viernes, en la Plaza Roca, se reunían a conversar y escuchar música estudiantes de todos los colegios -públicos y privados-. Era un ritual compartido de celebración del inicio del fin de semana. Entre la muchedumbre, sobre la esquina de “Norton”, a metros de la Iglesia Catedral, siempre llamaba la atención un bailarín. El pibe ojitos claros, pelo ondulado, de movimientos ampulosos deslumbraba con su agilidad y estilo, independientemente del ritmo que sonara. “Nosotros íbamos al Colegio Belgrano y los viernes a la tarde, cuando salíamos del cole, siempre buscábamos donde estaba el bailarín en la plaza. Era un espectáculo”, asegura Federico, uno de los estudiantes admiradores de sus destrezas.

Como si fuese alguna obra de Julio Cortázar en la que juega literariamente con los antojos del destino, en ese mismo lugar en el que Walter Romero deleitaba con sus bailes a jóvenes colegiales, empezó a brillar como figura artística. En la cálida tardecita del 10 de noviembre de 1999, Banda XXI, la orquesta musical producida por el cantante Miguel “Conejito” Alejandro, se presentaba en sociedad. Fue en un multitudinario baile, enfrente de la Iglesia Catedral. Se presentaban las voces que configurarían la trama identitaria de una banda del “Imperio”. Un proceso de selección de talentos determinó que Marcos Gómez y Walter Romero establecieran un sello vocal al proyecto musical. Confluían en una misma propuesta, el estilo armonioso y melódico de Gómez y el fiestero, carismático y disruptivo de Walter Romero. Ese estilo comenzó a moldearlo en sus primeras incursiones en la banda G-Latina, de la mano del histórico productor musical y descubridor de talentos Jorge “perro” Maidana. 

Incrédulos, los vecinos de la “costa” miraban cómo ese pibe travieso que jugaba al perro y la liebre a orillas del cauce del río (NdeR: se trata de un juego de dados que se desarrolla en un tablero, y los perros y la liebre se mueven por turnos, con movimientos limitados para los perros y más libertad para la liebre), se transformaba en una estrella cuya luz resplandecería desde los márgenes sociales de ese humilde barrio postergado de Río Cuarto. Desde el centro del escenario, el hijo de “la Coca” hacía delirar a una multitud. Qué bonito, Ritmo Merembe, El Bombón -algunas de las canciones del primer disco de Banda XXI, Los Verdugos de la Mufa- iniciaban el camino hacia la consagración de himnos que aún hoy suenan. Vestido con un ambo tornasolado color purpura, el hermano del Pony, Adriana y Francisco comenzaba a materializar los anhelos de trascendencia que lo acompañaban cuando cirujeaba en el carro en busca de cartones.

“Su vida, su mundo era cantar y bailar”, reafirma su hermano Pony, papá del hoy consagrado Simón Aguirre, con quien Walter compartió largas sobremesas de guitarreadas y cantos. Y esa pasión del popular cantante estaba impregnado con tintas en distintas partes de su cuerpo: en la mano derecha, con la cual empuñaba el micrófono, yacía la figura de un amplificador unidireccional dinámico estilo vintage.

Era la primera aparición pública y masiva de Banda XXI. El escenario parecía ser su hábitat natural. Contornea su cuerpo, saltaba y sacudía su melena al viento. Desplegaba los recursos de un bailarán cuyo estilo estuvo siempre emparentado al de su ídolo: Jean Carlos. El dominicano que profundizó una tendencia tropicalizadora en el ritmo cordobés. Fue el creador del “merenteto” por la fusión del merengue traído de Centroamérica y el cuarteto de la Docta. Las coreografías de cada baile de Walter Romero contemplaban el vértigo, los cortes de cintura, movimientos pélvicos y saltos tradicionales. Cada intervención demandaba un esfuerzo físico que se traducía en su corazón “acelarao”, título de uno de sus hits.

El paso del tiempo, la trascendencia nacional de Banda XXI y la exaltación de su figura lo ubicó en el sitial de un ídolo popular. Pero seguía siendo el “niño consentido” de doña Coca. “Cada vez que llegaba de las giras después de varios días, mi mamá lo esperaba con su comida favorita y lo ponía al día con la novela: le contaba todo lo que pasó en los capítulos que no podía ver”, recuerda Francisco, otro de sus hermanos, en relación a los culebrones amorosos de Facundo Arana y Gianella Neyra en “Yago, pasión morena".

La familia Romero, a esa altura, ya había emigrado de las costas del río para echar raíces en otro sector de la ciudad: Barrio Fénix. La cuadra de calle Sarmiento, donde residía el cuartetero, vio alterada su dinámica por un buen tiempo. Cuando no ensayaba, Walter Romero pasaba largas horas en su casa jugando a los videos juegos. A un costado de los joysticks, el resabio de bebidas alcohólicas que, con el tiempo y el desmedido consumo, engendraría la matriz de una costumbre corrosiva.

En las afueras aguardaban como centinelas sus fans. Muy cercano a sus seguidores, asiduamente salía a compartir una charla, fotos, firmar autógrafos...Sin embargo, en su pico de popularidad debió utilizar artilugios para esquivar a esa manifiesta devoción. “Nosotros teníamos un (Fiat) Duna en esa época y, a veces, había tanta gente fuera de casa que, cuando a Walter se le ocurría salir para ir a buscar un videojuego nuevo al centro, lo metíamos en el baúl del auto y salíamos”, recuerdan sus hermanos.

Según Marcos Gómez, vocalista en los inicios de aquel furor llamado Banda XXI, “Walter tenía algo que lo diferenciaba, generaba devoción en la gente, tenía una conexión única. Fue muy querido”.

“El chico de la costa y barriero”, como se autodefinía, había logrado materializar los sueños que se gestaron en la escases, marginalidad y la decencia de la periferia riocuartense. De contar monedas para comprar una Coca con un Alfajor, Walter Romero pasó a contabilizar discos de oro y platino, invitaciones opulentas, contratos con marcas de ropa, fechas de presentaciones masivas en lugares icónicos de la movida tropical... Pero todo lo que brillaba no era “oro y platino”. La agudización de situaciones de consumos problemáticos y la salud mental del joven cantante, acentuaron algunas diferencias con la producción de Banda XXI. De allí que los caminos del cantante popular y la banda se bifurcaran. Emprendió una etapa en su carrera como solista. Logró sostener el nivel de aceptación con un par de materiales discográficos con su marca estilística registrada. Más tarde, y con el vértigo que le imprimió a su vida desde siempre, protagonizó otros proyectos musicales: La Rhumba, El Resto, Verdugos de la Mufa, La Fiesta, con Cristian Amato, ex vocalista de Trulala; nuevamente solista. Desfilaron nuevos músicos, nuevos escenarios, nuevos fans, nuevas aventuras…y el palpitar acelerado de su corazón ya no sólo se evidenciaba por la exigencia de sus típicos bailes frenéticos, con saltos y piruetas en el aire. La persistencia de los latidos a destiempo comunicaban otra cosa. Algo intangible, invisible, arrollador. Algo que nunca pudo ser contenido. Algo que desfilaba por su interior y se empezó a manifestar con más asiduidad: ansiedad, pánico, depresión.

En el escenario, las luces y las miradas hacían foco en la fisonomía de siempre: la tradicional expresión de la felicidad. La comisura de sus labios voluminosos profundizaba las muecas de las mejillas y exaltaban los rasgos de sus ojos turquesa.

En contadas ocasiones ese rostro alborozado mutaba hacia una gestualidad afligida, adusta: el día que falleció doña Coca, su mamá, su amiga, su ángel de la guarda; y la desapacible noche del 8 de abril de 2017. Ese día, un posteo en su cuenta de facebook predijo el final de esta historia. "Dejar de respirar de una vez creo que sería lo mejor... Perdón mi señor Jesús, Cristo, Dios Padre: espero me sepan entender…", rezaba el mensaje como epígrafe de una selfie tomada desde abajo. Con una capucha roja cubriendo su cabellera, Sergio Walter Romero posaba serio, desafiante, con los ojos entreabiertos y el gesto de “fuck you”. Era una aciaga despedida antes de levitar, como lo hacía en cada coreografía de “Ritmo Merembe”.

Esa noche de abril lloviznaba. Era sábado, día de baile. Pero no hubo música. Tampoco el resonar de palpitaciones arrítmicas. Esa noche el niño “de la costa del río”, de sonrisa picaresca, a sus 34 años, se reencontró con doña Coca. 

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