Osvaldo Pontecorvo: luminoso y transparente como el cristal que talla, por Julieta Paez
Yendo desde La Plata, atravesando el gran pulmón verde del Parque
Pereyra, más allá de donde se cruzan los caminos Belgrano y Centenario, si por
casualidad les toca llegar al barrio Las hermanas, en Gutierrez, se encontrarán
con un barrio de casas bajas del conurbano bonaerense, de calles mejoradas, con
veredas verdes y zanjas a los lados, frontera
de countries y barrios cerrados, resistiendo al cerco elitista por
simple preexistencia. Tal vez encontrarán un poco escondido, en una esquina sin
señalización ni cartel, al fondo de su casa, al lado de la que construyó para
su hermana y abajo del departamento que construyó para su sobrina, el taller
del artesano Osvaldo Pontecorvo. Sencillo y austero, allí se produce cada pieza
de cristal de su autoría. En esta zona, dice Osvaldo, había un taller de éstos
por cuadra, hoy solo queda el suyo.
Al llegar, desde afuera se escuchan rodar rítmicos y constantes los
motores del torno, si golpeas las palmas, puede salir a recibirte su esposa, su
hermana o el mismo Osvaldo, un hombre de unos 76 años (que no los aparenta),
agradable y conversador. Es delgado y de estatura baja, pero de hombros anchos
y manos grandes que dan cuenta del trabajo de tantos años.
El taller no se parece en nada a lo que uno pudiera imaginar cuando
ve su obra. No tiene maquinaria sofisticada, ni hornos, ni computadoras, ni
lasers. Solo hay una mesada, tres tornos, con sus motores, muchos discos de
piedra de distintos tamaños y una pileta
con agua. Una mesa, una radio y muchos estantes con trabajos en proceso. Los
tornos se ponen en funcionamiento desde las primeras horas de la mañana y se
apagan al finalizar el día, con un recreo breve para el almuerzo.
La primera vez que Osvaldo tuvo acceso a la talla de vidrio fue un
pequeño Osvaldo de 13 años, que se inició en la actividad de la mano de un
inmigrante húngaro. Él había terminado la escuela primaria y trabajaba en un
negocio de artículos para el hogar -antes no era tan común ir a la secundaria-
explica Osvaldo. Un amigo le comentó que cerca de su casa había un artesano que
tallaba cristal: -“hay un loco que hace cosas raras"- le dijo, sabiendo la
inclinación que él tenía por el arte y
el modelado. Desde chico dibujaba, modelaba y tallaba cuanto ladrillo, madera,
tablita, incluso los mangos de las herramientas de su padre, que encontraba.
Cuando vió en qué consistía el arte de tallar vidrio y con permiso de sus
padres, le pidió al maestro que le enseñara el oficio. El maestro lo colocó
frente a un torno, con una piedra y le puso un trozo de vidrio en las manos.
Desde ese momento el taller comenzó a ser su territorio, su universo creativo.
Con el tiempo pudo tener el suyo en la casa de sus padres, que años más tarde
mudó al sitio actual.
Transcurrida la primera semana de trabajo con el maestro húngaro,
que no hablaba español, le dijo a Osvaldo, traducido por su hijo de 15 años,
que no solo no le iba a cobrar por enseñarle, sino que quería que trabajara con
él, la única condición era que no le volviera a mentir nunca más, porque visto
lo que había logrado en tan poco tiempo de trabajo, no parecía un principiante,
sino alguien que ya tenía unos años de experiencia. Osvaldo prefirió no
contradecir al maestro, pero la verdad era que ese había sido su primer
acercamiento a la talla de cristal. Porque cuando uno encuentra su lugar en el
mundo, tal vez las cosas salen con naturalidad, cuando uno encuentra el lugar
donde ser uno mismo, la magia sucede.
Trabajaron juntos cuatro años hasta que los hermanos checos Reak,
que tenían una casa mayorista, Cristalart, de venta de cristalería tallada y
decorada, le ofrecen montar un taller completo, tornos, piedras, piletas, todo
lo que necesitaba, para tener su exclusividad y pagándoles en cuotas. A los 17
años Osvaldo tenía su propio taller y una vez que terminó de pagarlo, pudo
incorporar sus propios clientes. La demanda en esa época era mucha, porque se
usaba la vajilla de cristal decorada. Un juego de copas se componía de seis
docenas de piezas y que cada copa podía llevar unas dos horas de trabajo.
Osvaldo se especializó en la técnica checa de tallado de cristal,
la primera obra propia es una bandeja sandwichera, que hizo para su madre y que
aún conserva, tallada con sumo detalle, estrellas y lazos entrelazados de una
delicadeza extrema, que sería una picardía servir sanguche en ella. Le
continuaron muchísimas otras, todas distintas, hasta logró hacer instrumentos
musicales, cuencos tipo tibetanos de cristal, un derbake, experimentando con la
composición del vidrio para lograr la sonoridad que buscaba y una instalación
de cincuenta mandalas colgantes, que fue su última obra.
El taller no solo es un espacio de trabajo donde se producen
encargos, es un lugar de encuentro. Todo el que llega allí es convidado con
mates, bizcochos, facturas y una charla de la que es difícil querer despedirse.
Allí también se experimenta, se investiga, se llevan a la práctica ideas
descabelladas: desde el armado de hornos, hasta la exploración de diferentes
composiciones químicas, buscando determinadas características físicas en el
material, que se adecuen al diseño de cada pieza. Allí él proyecta, piensa y
estudia cada obra, pero cuando se enfrenta a ella surgen otras cosas, la pieza
va pidiendo algo y hay que estar dispuesto a escucharla, dice Osvaldo.
El vidrio es su vida entera, cuenta que a veces se levanta a la
madrugada con un diseño en la cabeza y se pone a dibujarlo. También combina el
vidrio con otros elementos, madera, cerámica, por ejemplo, aunque lo que
realmente le apasiona es el estilo checo, el que le enseñó su maestro. Entre la simplicidad de los materiales y las
herramientas, sucede la magia de cristal, el vidrio liso se transforma en
palabras, en caminos, en su lenguaje. La talla es su idioma, su forma de
comunicar al mundo la belleza. En el taller Osvaldo es él mismo, un ser
creativo, luminoso y transparente como el cristal que talla.



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