Juan Catalano: entre el rosario y la gorra del Che, por Irina Bondarenco


 Un retrato de la hermandad como forma de vida

Pintor, músico y narrador de anécdotas, Catalano repasa una vida marcada por contradicciones fértiles: la formación católica y los mandatos sicilianos, la disciplina militar y la contracultura hippie, la fidelidad amorosa y la comunidad como horizonte. Aunque no se reconozca como tal, es referente del arte plástico misionero y parte de su obra integra el patrimonio cultural de la provincia. Entre pinceles, cuadros y una gorra estilo Che Guevara, deja un consejo a su nieto que resume su credo vital: “Sé bueno con los vecinos. Eso alcanza para ser feliz.”

En una casa antigua del centro de Posadas, la puerta siempre está abierta. Su mesa de trabajo mira a un ventanal que da a la calle: sobre ella descansan una pinza, un martillo, pinceles, un cenicero y papeles sueltos. Lo rodean cuadros de su autoría y libros apilados que se mezclan con herramientas. Entre idas y vueltas de visitantes, Juan Catalano, a los 80 años —y a días de cumplir 81—, recibe con su saludo habitual: “hola, hermano/a”, una muletilla que desnuda su eje vital: la hermandad como manera de estar en el mundo. En esa mesa, donde conviven religión y contracultura, arranca esta conversación.

Catalano nació en Santa Fe, 1944, pero a los tres meses ya vivía en Posadas. La anécdota lo persigue cada vez que discuten su gentilicio: “mamé acá”, dice, para cerrar el tema. Su madre viajó embarazada, el abuelo murió, y el médico pidió que esperaran hasta los tres meses antes de volver; desde entonces, Posadas fue su casa.

La infancia fue católica y numerosa: rezos diarios, tías “obispas”, colegio religioso a la vuelta de casa. De chico quiso ser cura —le atraía esa vida compartida— y ya de adolescente probó con el liceo militar, enviciado por la camaradería y “salir de campaña”. Más tarde llegaría el hippismo, con su idea de fraternidad y una iconografía que sigue sobre su mesa: la gorra del Che. En ese péndulo biográfico hay un hilo único: estar con otros.

De esa experiencia nace su pequeña filosofía pública: no hay que buscar la paz perfecta, sino la armonía posible. La paz absoluta —explica— se parece a la quietud de la muerte; la armonía admite conflicto y diferencia, y busca un equilibrio justo. Por eso le desconfía tanto al capitalismo que no paga bien al que trabaja como a las utopías que prometen una perfección irreal.

“La casa es abierta”, dice, y no es metáfora. Le gusta vivir con mucha gente, pertenecer a hermandades con códigos tácitos y valores compartidos. En la charla me trata de “hermana”, naturalizando un trato que revela esa vocación de comunidad.

La música fue su primera cofradía. Hijo del director de la Banda Municipal, se subió al saxofón y tocó en la 9 de Julio y la 25 de Mayo. Con la banda iban al asilo, al hospital Baliña (donde viven los “locos”) y a la cárcel de la calle San Martín: tocar no era solo repertorio, era estar donde hacía falta compañía. Esa pulsión lo define: “no me gusta mirar desde la tribuna; yo me meto adentro”, dice al recordar noches de elección en la Plaza 9 de Julio o su impulso de llamar en medio de un incendio lejano solo para saber y ayudar.

El amor desmiente el cliché del hippismo disperso. Su gran compañera fue Inesita: una historia que empezó con una carta (y un borceguí para ir al monte) y siguió “hasta el cementerio”. Hubo poemas, cine casero, trabajo compartido y una lealtad que lo enorgullece. Comunidad sí, pero fidelidad también.

Hoy tiene 80 años y el 11 de septiembre cumplirá 81. La vida le enseñó a despedir: muchos amigos ya no están, y en su relato asoman músicos entrañables que se fueron. Quizá por eso afila el consejo que quiere dejarle a su nieto: “sé bueno con los vecinos”. En su escala de valores, la felicidad no está en la grandilocuencia sino en el tejido cercano.

Además de músico y militante de ideas, Catalano es —aunque no se lo adjudique— un referente del arte plástico de Misiones. Su obra, desperdigada en talleres, colecciones y espacios públicos, forma parte del patrimonio cultural provincial. Lo suyo no va de medallas: son cuadros que respiran barrio, oficio y hospitalidad, la misma ética de hermandad que atraviesa su biografía.

Me acompaña hasta la puerta con cierta dificultad para caminar. Ajusta su gorra del Che, saluda a quienes pasan por la vereda con un afectuoso “hola, hermano”, y vuelve a perderse en su casa-taller donde la vida, el arte y la hermandad siguen latiendo.

 

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