Una argentina en el Magreb


Estamos atravesando el Atlas central a 1907 metros de altitud, las siluetas de las montañas encuadran el paisaje, vamos rumbo al mercado más grande de Marruecos. Viajamos en ómnibus, somo todos turistas, excepto el guía: Lahcen Belakram y Yahir, el conductor. Atrás quedó el desierto de Erg Chebbi que cubre la parte norte de África. También los pastores con sus rebaños al costado del camino, las chozas despojadas, los palacios cercados. Es tierra de contrastes, de beréberes, y la historia puja a cada instante. Es fácil intuir que este silencio que se ha instalado va polarizarse en un laberinto de voces con más de 9000 calles entretejidas. Los españoles que viajan con nosotras van durmiendo, es extraño no escuchar sus voces chillonas. A mi lado también duerme una de mis hermanas, y más atrás la otra, que va sentada junto a mi madre, quien observa el amanecer desde la ventana. Hace mucho que no salíamos las cuatro solas, sin maridos, novios o hijos.  
Es una mañana fría, poco a poco las luces se instalan y los pasajeros se despiertan y limpian las ventanas empañadas con un gesto infantil que se replica en todo el ómnibus. Hacemos una parada técnica y tomamos café. Dos horas más tarde llegamos a la gran Medina de Fez el Bali, que es la parte más vieja y amurallada de la ciudad y que contiene “dos monumentos construidos en el Siglo IX: la Mezquita de los Andaluces y la Mezquita de El-Qaraouiyyîn”, comenta Lahcen y agrega que “ha conservado sus estructuras medievales y que fue declarada Patrimonio de la Humanidad en 1981”.
Llegamos al Mercado de Fez. Accedemos por una puerta enorme color azul que del otro lado se pinta de verde. “Cambio de carácter”, explica Lahcen que al bajar se puso una túnica beige que le llega hasta los zapatos y cuando camina sólo deja adivinar las babuchas.  Parece abrigada, tiene capucha y bordados ocres en los extremos; la llaman “chilaba”. Entramos. Es un laberinto de sensaciones: caminos angostos e  irregulares conducen a los puestos más diversos. Algunos están cerrados. Es simple caminar sin gente. Cada tanto pasa una mula llevando garrafas, bultos o transportando basura. En este mundo no hay vehículos, por eso los carros, las bicicletas y en el mejor de los casos algunas motocicletas pasan por entre la gente diciendo “balac, balac” que significa “apártate”. Vamos con dos guías: a la vanguardia y la retaguardia. “Es fácil perderse”, sentencia Lahcen. Las puertas no son azules como en Chefchaouene; éstas son toscas y oscuras. Entramos en la primera tienda que adentro se ramifica en pequeños cuartos. Tardamos en salir más de la cuenta, todos los objetos son tentadores y los vendedores insisten: se acercan hasta nosotras y nombran a Messi, luego agregan “¿Maradona?” Somos las únicas argentinas y esta gente con espíritu fenicio sabe vender su mercancía.
 Afuera la gente se ha multiplicado, ya no es tan sencillo desplazarse. Seguimos avanzando camino a una de las curtiembres más antiguas de Fez. Al entrar nos entregan un ramillete de menta. No es un dato romántico, es por el olor. Subimos unas pequeñas escaleras, en uno de los primeros descansos hay un grupo de hombres fumando que nos miran y se ríen; es incómodo. Llegamos a la terraza, el olor se hace más penetrante. Me asomo: unos piletones gigantes captan mi atención pero quedo muda al ver a los hombres trabajando en medio de ese olor nauseabundo por el excremento de paloma que utilizan para el proceso del cuero. Es ácido y fuerte. Primero lo pasan por cal y luego lo llevan a las tinajas donde los trabajadores, sin guantes ni botas, solo con ropas, se sumergen. Otros caminan por los costados con grandes palotes para revolverlos. Para teñirlas utilizan tinturas naturales y dejan las piezas por 25 días sumergidas, otros las lavan y las cuelgan. Los colores son intensos pero no tanto como la imagen. Luego de descender la terraza viene el tiempo de las compras: está todo diseñado para el turismo. Todo me gusta pero no puedo comprar nada, ni siquiera una mochila anaranjada y pequeña que llevaría a Portugal. Comprarla sería avalar esas prácticas. Las españolas se pelean por unas carteras fuccias y turquesas, divinas. Mis hermanas y mi vieja se llevan unas chinelas de colores y lentejuelas. Mi sensibilidad ahuyenta, sin demoras, mis banales urgencias.

Retomamos por otro camino donde las especias se abren apetitosas ante mis ojos: estallan los colores, hay dátiles de todos los tamaños y aceitunas. Trozos de carne, “todo se come”, dicen. Hay cabezas de dromedarios, patas y víceras. Avanzamos hacia otro pasillo con telas estampadas magníficas y bellas. Más adelante pasamos por una zona de reparación y teñido de prendas. Fascinada, tomo un vestido bordó y otro verde oliva; me imagino ahí dentro, envuelta en esa escenografía de vestuarios y lámparas tenues, alguien que me desnuda suavemente. Un breve pasillo nos arroja a la pequeña plaza “Ceffarine”. Me siento ligera y conmovida como si hubiese atravesado un portal hacia una geografía medieval. Aquí se encuentra la biblioteca más grande de África del norte con textos que se remontan a siglos pasados. Agarro “El principito” y me pregunto si hemos estado en el mismo desierto, contemplando la misma estrella. Un fuerte ruido a metal hace cambiar la dirección de mi mirada. Aquí se congregan los más antiguos artesanos que, entre otras cosas, fabrican calderos gigantes. Me da temor pensar en las brujas ¿habré sido una de ellas?
Tomamos otros laberintos, los de mi imaginación quedan suspendidos. Pasan algunos niños corriendo, me saludan “Bon jour” y en ese idioma les contesto; ellos se ríen más fuerte. Ahora se complica caminar. En una de las bifurcaciones me asomo: frutas y verduras multicolores forman una postal perfecta. Saco mi celular para unas fotos, una mujer cubierta de negro pasa muy cerca mío. Lleva medias con sandalias, una bolsa con papas, espinaca y algo anaranjado. Me clava sus ojos negros, no quiere salir en mi película, aquí dicen que el alma abandona el cuerpo en cada captura. Hay algo en ese cubrirse y rebelarse que creo comprender, o al menos acepto. Bajo la mirada. Ella sigue su camino, yo el mío.   
Ya dejamos la Medina. Un breve sendero nos devuelve otra vez a la ciudad, ruidosa también, pero más despejada. Esperamos en la calle al último pelotón del grupo, el guía los viene arreando como ganado. Traen bolsas y algunos abrigos en la mano. La hora del almuerzo está próxima, la gente del tour suspira, dicen que tienen hambre, que quieren ir al baño y que están cansados. Yo estoy inmutable, quisiera permanecer en el mercado, seguir recorriendo sus laberintos, detenerme a mi antojo en cualquier puesto. Pero cedo y sigo al rebaño. “Marruecos” significa “Magreb”: el atardecer en el mundo árabe, el lugar donde se pone el sol. Y hacia allí me proyecto. Doy una última mirada a la escena y me alejo.  
                                                                                                        Victoria Moroni  
                                                                                                                 










      

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